Penetramos en el oscuro bar con la ilusión de escondernos del calor sofocante de la calle. El apesadumbrado ventilador colonial se movía perezoso, como si también acusara la densidad del aire, que en vaharadas de espeso vapor nos lanzaba intermitente para nuestro mayor desespero. Ni siquiera la cerveza más fría proporcionaba a aquella hora algún consuelo. Y eso que eran proverbiales sus propiedades curativas contra la sequedad del alma; y admirable la tolerancia implícita en el hecho de que un país de notable mayoría musulmana produjera dos magníficas marcas de rubio lúpulo, Flag y Gazelle, lo cual animaba sin duda a su degustación. Aun así. Sólo la amable conversación lograba zafarnos mentalmente de lo que el cuerpo se limitaba a soportar con estupor. Juande solía abrir fuego; y Papis o Mamadou, armados de paciencia, desplegaban a bote pronto un discurso perfecto, tejido con delicadeza y verdad, bien tramado, sencillo, coherente, derecho... A nosotros nos admiraba esa facilidad para la palabra, resultado seguramente de arraigados siglos de oralidad. En África no se cree, se sabe que las palabras curan, como una planta medicinal bien dosificada. Y es, todavía, todo un arte al que se entregan con dedicación. Y tiempo.
El que nosotros no teníamos... Por la tarde regresamos a la escuela de Parcelles Assainies. Nos encontramos con la bulliciosa salida de los chicos, que a su algarabía natural añadían el estímulo de nuestra presencia. ¿Qué hacían allí esos blancos, esos djins, benignos en este caso, que durante cientos de años habían sido sus esclavistas, sus colonizadores, sus explotadores irredentos? ¿Qué se nos había perdido allí?
Lo mismo probablemente que a esos bañistas que en nuestras costas vieron alucinados como unas coloridas embarcaciones arrivaban a la playa; de ellas desembarcaron zarrapastrosos aunque aguerridos navegantes, que no se han detenido hasta ahora ante nada; allí cayeron a sus pies, exhaustos, exánimes, exangües... El gesto inmediato de los turistas fue de socorro. Las imágenes de la prensa fueron tan pintorescas como estremecedoras: aquellas benévolas en biquini... sosteniendo a agotadas estatuas de ébano.
Algo así debíamos parecer nosotros, con nuestros chalecos de explorador en medio de aquella espigada y oscura chiquillería luminosa.
Pero aquellos primeros auxilios resultaron eficaces -¿cuándo el amor no lo es?-; y estos que pretendemos nosotros confiamos plenamente en que lo serán. La educación es un valor seguro, necesario, indispensable... El hambre no se acaba con comer. El horizonte que se abre ante los jóvenes de este país es en muchos casos... la nada. La nada, eso sí, con un plato de arroz, que nunca falta en una sociedad tan solidaria como la senegalesa. Pero un plato de arroz no es suficiente. Nunca es suficiente. Sobrevivir no es vida.
La educación y la cultura son necesidades de primer orden. Y colaborar para el desarrollo de una escuela en condiciones es convertir unos chalecos de turista en chalecos salvavidas para evitar que el mar seduzca a alguno de estos jóvenes, para evitar que el mar apague siquiera una de estas fabulosas sonrisas...
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