Una barahúnda de alumnos se precipita fuera de las aulas. El sol oblicuo dora la arena, los ajados testeros de hormigón arañados por la sal, rostros de bronce amable; sonrisas, sonrisas siempre…
En tropel, chicos y chicas se apelotonan en torno a cuatro (literalmente) ordenadores, a los que se aplican después de clase. El brillo de las pantallas les atrae, excita su fantasía: ventanas aespaciales del mágico e imposible mundo exterior, que de algún modo poseen solo con verlo.
La mínima sala de informática es la única con aislamiento en el complejo educativo: un falso techo de madera que crea una cámara de aire; eso es todo. Y un ventilador escaso. Y un ajado suelo de sintasol; un lujo en estos pagos. Y el fino polvo de cemento que el aire mezcla con arena y sal en suspensión y se cuela por todas partes. No se puede poner más atención en el cuidado de los exhaustos ordenadores antediluvianos con sus pobres medios y un rimero de cadáveres electrónicos se levanta como un doble muro en uno de los laterales; componentes para, quizás, reparaciones. Aunque el vértigo de la novedad seguramente también en Senegal los deje en seguida obsoletos. Y eso que siempre van una o dos generaciones informáticas por detrás, reabsorviendo el mercado de hardware y software caducado en Occidente, como el pariente pobre que hereda el jersey ese demasiado grande o demasiado pequeño con el que sin embargo, qué remedio, se acomoda. Lo cual es genial: los hombres de negocios que desde siempre han sabido aprovechar la debilidad humana han encontrado un lugar donde se paga por la basura.
Una basura que encima, lógicamente, les durará poco.
Sin cristal en las ventanas; la arena de sus pasillos de viento campando por sus rincones; el salitre de sus tierras agostadas abrazadas por el mar… Aquí un ordenador, una máquina no humana tiene una vida corta; ni más ni menos que cualquiera de estos chicos y estas chicas crecidos como palmeras que madura el trópico.
Nuestra longevidad media viene a ser de casi ochenta años según las últimas estadísticas. La vida por delante de estos muchachos y muchachas alborotadores como cualquiera de los nuestros ronda los cincuenta. ¿Será para que no sufran demasiado? Qué barbaridad.
Ellos no parecen enterarse; y en albórbola radiante festejan cada segundo de su vida. En torno a sus ordenadores renqueantes. En torno a su biblioteca escuálida, por escasa y por sobreexplotada. En torno a su terreno de fútbol delimitado por viejos neumáticos; allí los jugadores, descalzos los más, se afanan por meter gol con un atado de apelmazadas bolsas de plástico. En torno a sus juguetes de ficción, burlados también al vertedero, donde una tapa se convierte en una rueda, una caja de cartón en un soberbio chasis, unas chapas de refresco en faros a la última y… ya tengo un camión, un fórmula uno, una bicicleta… Los pocos libros que poseen pasan de mano en mano, la temblorosa luz del alumbrado público es su sala de lectura, una lata de tomate de cinco quilos vacía es el taburete en el que se sientan, o cuatro tablas de madera o una silla de plástico, eso sí, de reciclaje de esas montañas de plástico que se acumulan en torno.
Y es que no se enteran. Se piensan que tienen un futuro. Y harán todo lo posible por, igual que con el camión o la muñeca de papel de periódico, inventárselo.
En tropel, chicos y chicas se apelotonan en torno a cuatro (literalmente) ordenadores, a los que se aplican después de clase. El brillo de las pantallas les atrae, excita su fantasía: ventanas aespaciales del mágico e imposible mundo exterior, que de algún modo poseen solo con verlo.
La mínima sala de informática es la única con aislamiento en el complejo educativo: un falso techo de madera que crea una cámara de aire; eso es todo. Y un ventilador escaso. Y un ajado suelo de sintasol; un lujo en estos pagos. Y el fino polvo de cemento que el aire mezcla con arena y sal en suspensión y se cuela por todas partes. No se puede poner más atención en el cuidado de los exhaustos ordenadores antediluvianos con sus pobres medios y un rimero de cadáveres electrónicos se levanta como un doble muro en uno de los laterales; componentes para, quizás, reparaciones. Aunque el vértigo de la novedad seguramente también en Senegal los deje en seguida obsoletos. Y eso que siempre van una o dos generaciones informáticas por detrás, reabsorviendo el mercado de hardware y software caducado en Occidente, como el pariente pobre que hereda el jersey ese demasiado grande o demasiado pequeño con el que sin embargo, qué remedio, se acomoda. Lo cual es genial: los hombres de negocios que desde siempre han sabido aprovechar la debilidad humana han encontrado un lugar donde se paga por la basura.
Una basura que encima, lógicamente, les durará poco.
Sin cristal en las ventanas; la arena de sus pasillos de viento campando por sus rincones; el salitre de sus tierras agostadas abrazadas por el mar… Aquí un ordenador, una máquina no humana tiene una vida corta; ni más ni menos que cualquiera de estos chicos y estas chicas crecidos como palmeras que madura el trópico.
Nuestra longevidad media viene a ser de casi ochenta años según las últimas estadísticas. La vida por delante de estos muchachos y muchachas alborotadores como cualquiera de los nuestros ronda los cincuenta. ¿Será para que no sufran demasiado? Qué barbaridad.
Ellos no parecen enterarse; y en albórbola radiante festejan cada segundo de su vida. En torno a sus ordenadores renqueantes. En torno a su biblioteca escuálida, por escasa y por sobreexplotada. En torno a su terreno de fútbol delimitado por viejos neumáticos; allí los jugadores, descalzos los más, se afanan por meter gol con un atado de apelmazadas bolsas de plástico. En torno a sus juguetes de ficción, burlados también al vertedero, donde una tapa se convierte en una rueda, una caja de cartón en un soberbio chasis, unas chapas de refresco en faros a la última y… ya tengo un camión, un fórmula uno, una bicicleta… Los pocos libros que poseen pasan de mano en mano, la temblorosa luz del alumbrado público es su sala de lectura, una lata de tomate de cinco quilos vacía es el taburete en el que se sientan, o cuatro tablas de madera o una silla de plástico, eso sí, de reciclaje de esas montañas de plástico que se acumulan en torno.
Y es que no se enteran. Se piensan que tienen un futuro. Y harán todo lo posible por, igual que con el camión o la muñeca de papel de periódico, inventárselo.
3 comentarios:
Boyra...
Boyra?
Unos viajan para conocer mundo porque toca en este momento, otros para tener algo que contar a los que siempre les cuenta algo diferente..., pero lo hay los que salen de su tierra, de su rincón a la búsqueda de su yo. A estos últimos, agradezco yo personalmente su labor en la transmisión de la realidad, de las realidades no siempre negras de Africa.
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