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martes, 22 de mayo de 2007

Senegal, un viaje para aprender (3)

foto: Tida Coly

M. Mbodj convoca con carácter inmediato un claustro excepcional en el que se hallan representados todos los integrantes de esta comunidad educativa: alumnos, profesores, padres, personal administrativo, dirección... Todos toman ordenadamente la palabra. Todos se escuchan. A pesar del calor, asfixiante. A pesar del ruido, imprescindible, de un ventilador colgado del techo. Por un momento pienso que no estamos sentados en torno a una mesa desbaratada, sino alrededor del gran árbol que en cada aldea africana cobija la palabra. Por un momento no es un osario de ordenadores desfasados y apilados lo que nos rodea, sino una extraña, instantánea asamblea de hombres libres, de hombres que mutuamente se necesitan, se entretejen, se apoyan.


Alguien trajo unas bebidas. Desgraciadamente nosotros, los toubabs, de paso, no pudimos disfrutar del hielo, picado a punzón en trozos irregulares; y regresamos a la realidad. Una realidad de necesidades que yo fui traduciendo. Juande tomó minuciosas notas. Manuel observaba todo atento y aportaba sugerencias...


Tratamos entre todos de dilucidar lo que llamamos prioridades. Parece que está claro. Hacen falta aulas. Hace falta, cierto, un laboratorio de ciencias; hace falta, no menos, una biblioteca; y una fotocopiadora...; los chicos anhelan más ordenadores, más ojos abiertos al mundo... ahí fuera... Para hacer un experimento han de cruzar la ciudad en pequeños grupos, por turno y aprovechar las instalaciones de otro colegio. Lo que ellos llaman biblioteca no es más que un destartalado, indescriptible armario en la sala de profesores. Para poder utilizar una vieja multicopista necesitarían una fotocopiadora únicamente para elaborar originales, pues su máquina no admite libros, solo hojas. Ya poseen cuatro ordenadores conectados a internet, delante de los que los muchachos se amontonan, ávidos de horizontes nuevos... Pero hacen falta, urgentemente, por encima de cualquier otra consideración, sin la mínima duda, y en eso todos son irreductibles, aulas. Cinco aulas. Cinco barracones, cinco naves para volver a la normalidad. Una normalidad de sesenta estudiantes por sala, donde hoy se hacinan ochenta y tantos, noventa...


En un momento dado, que obviamente no puedo situar con precisión en el tiempo, comencé a perder el sentido de la realidad, me emboté, me fui... Se me hizo una viscosa pasta en la boca y en el cerebro... Se me antojaba enormemente trabajoso traducir... Se me trababa la lengua... Respiré hondo y me concentré en el regreso. Creo que alguien notó mi fatiga y me ofreció un refresco que apuré de un sorbo largo. Me serví otro. De inmediato pensé en los chicos y chicas que día tras día daban con sus huesos en aquellas salas horas y horas abrumados por el calor y la fatiga... y que en esas condiciones, e incluso peores -sin aquel falso techo de algún modo aislante ni ventilador, destinado a proteger los ordenadores-, lograban aprender. Y lo hacían, y esto es lo más sorprendente, con visible interés, exquisita educación y atención extrema.


Tal vez porque para un africano la escuela representa aún una, entiéndase, vía de escape de la miseria...


La otra vía es el mar... que está llevando a tantos a la muerte.

1 comentario:

Luna Miguel dijo...

Sí, una presentación salamándrica.